jueves, 8 de octubre de 2009

Primera noche en París











Cuando abordé el avión en el aeropuerto de la Ciudad de México nunca pensé que me encontraría en la fila con una persona tan fina como el arquitecto Jorge Bribiesca, Director del Museo Biblioteca Pape de Monclova Coahuila, grandiosa y entrañable ciudad en la que nací. Amable como siempre lo ha sido me dio algunos tips para sobrellevar el largo vuelo de más de siete horas con destino a París Francia. El vuelo fue en general muy tranquilo, salvo por una turbulencia que en medio de la noche sobre el Atlántico hizo que el avión se sacudiera haciendo tintinear las copas y botellas que en los carritos de las azafatas parecían adornos de navidad por su colorido y tamaño diverso. En la pantalla dispuesta para que los pasajeros vieran las películas o programas de televisión que desearan, también se podía seguir la trayectoria de la aeronave en un mapa que indicaba cómo cada vez más el vuelo se acercaba al viejo continente. De pronto ahí estaba: el aeropuerto Charles de Gaulle. Cuando los neumáticos del hermoso pájaro de acero de Air France se posaron sobre la pista pensé en cuánto arte y conocimiento había regalado Francia al mundo. Ya en el tren urbano que nos llevaría al centro de la ciudad, el arquitecto Bribiesca me indicó que llegaríamos a Gar du Nord en cualquier momento y que a partir de que me bajara en la estación, podría comenzar mi aventura en Europa seguro de que sería inolvidable. Al arribar a Gar du Nord nos despedimos. Él iría a Turquía, yo a recorrer Europa. La noche era hermosa y fría. La ciudad estaba ahí y muy cerca brillaban las cúpulas y torres de muchos templos, de muchos credos. Lo primero que hice, antes que nada, fue dar un largo recorrido por Lafayette, famosísima avenida donde las tiendas del  mismo nombre presumían sus aparadores con recreaciones muy fashionistas y muy conceptuales, contemporáneas y divertidas. Pero sólo tenía unas pocas horas, eran cerca de las once de la noche, y temprano al día siguiente, a las seis de la mañana, partiría a Amsterdam, por lo que decidí buscar un hotel discreto donde reponerme un poco del largo viaje. Encontré uno al lado de Gar du Nord, el Hotel Champagne. Pagué 40 euros, y como buen osito que soy, me dormí tan pronto como me arrellané en la cama. Justo en la ventana, el letrero luminoso del nombre del hotel prendía y apagaba, y para mí, ese resplandor intermitente era el pequeño regalo de bienvenida que sabía me daba, con todo su corazón, La Ciudad Luz.

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