Y como dijo la señora del rancho: Hasta que me senté. Les cuento.
Este día 7 de diciembre que acaba de pasar tuve que tomar el autobús a Monterrey porque fui a la agencia de viajes a revisar los últimos detalles para mi próximo viaje al extranjero. En esta ocasión preparo mis maletas para dirigirme a La Reunión, Francia; se trata de una isla en el oceáno índico que visitaré durante enero de 2011. Pero esa es otra historia que ya conocerán en su momento.
Y por fin relataré para ustedes lo acontecido aquel día de invierno de 2007 en las antiguas calles de Amsterdam.
Caminaba yo muy tranquilo, reflexivo más bien, por una vía de la ciudad repleta de tiendas internacionales de moda, arte, muebles de diseño, iglesias, sinagogas, mercados, bares, flores y curiosidades sin fin dignas de portada de revista para viajeros, que como yo, buscan algo discreto pero incomparable con lo que atar un nudo en la memoria para no olvidar esos instantes salpícados de eternidad que nos recuerdan que alguna vez estuvimos lejos, entre extraños, pero a la vez acompañados por un sentimiento de pertenecia al mundo, a la época. Pensaba en todos aquellos seres que por alguna razón desconocen su orígen, y que por lo mismo, viven incompletos, ansiosos por develar los misterios de su muy particular existencia. Imaginaba, sin saber lo que me deparaba el destino unas calles más adelante, lo hermoso que sería para alguien, para cualquiera, saber que su vida está ligada a cosas que ni siquiera consideraba posibles. Si me hubieran dicho que mi vida de osito de peluche tenía un vínculo secreto con Amsterdam jamás lo hubiera creído, porque el primer recuerdo que tengo de mí mismo es aquel en el que abrí mis ojitos de botón el Viernes Santo de 1996 en una Feria instalada en el lecho del río de Monclova. Aquel Viernes Santo se llevaba a acabo la tradicional quema de Judas y aunque aún era de día estallaban en lo alto juegos pirotécnicos; la gente se arremolinaba bajo el monigote de papel maché que representaba al apostol traidor y gritaba y celebraba y se divertía, aunque también guardaba en su más privada intimidad el luto por la muerte de Jesucristo, el Mesías de la religión católica. Pues así de animada estaba la fiesta popular, y de pronto, escucho que dicen: "¿El Piolín o el osito?", y otra voz contesta: "el osito". Abrí los ojos justo cuando me entregaban a mi nueva familia, y a partir de ese momento supe que me darían todo su amor y que procurarían siempre mi felicidad. En sus brazos recorrí los andadores de la Feria y vi a otros ositos con menos suerte que la mía, aún colgados dentro de sus horribles bolsas de plástico (no se lo deseo a nadie; bueno, sólo a quien sí de verdad se lo merezca) y con sus caritas tristes; la mía en cambio era toda alegría, color y regocijo. El cielo de Monclova era azul, brillantemente azul, y una nube dispersaba los rayos solares como espadas divinas que enceguecían la mirada pero a la vez hacían vibrar el espíritu. Fui con mi famila a mi nuevo hogar y desde entonces siempre creí que ahí había empezado mi existencia; en realidad sí fue así, quiero decir que a partir de ese momento yo era parte de una familia y tenía un hogar y me daban muchos cariñitos y besitos y me compraban ropa y me llevaban a todas partes y me enseñaron a desarrollar mi talento artístico y me formaron como el único osito de peluche bailarín de danza contemporánea en el mundo y me llevaron a giras por el noreste de México presentándome en el Teatro Fernando Soler de Saltillo, en el Teatro de la Ciudad de Monterrey, en Torreón, en el Festival Internacional de Otoño de Matamoros, en Ciudad Juárez; en fin, que me convertí en un gran artista. Cuando me dijeron que viajaríamos a Europa me alegré mucho, algo en mí me decía que ese viaje me traería grandes sorpresas. Y así fue. Cuando de la nada apareció ante mí la portentosa fachada del Hotel Krasnapolsky, mi corazón dio un vuelco, todas las imágenes de todos los recuerdos de mi vida anterior a mi renacimiento en Monclova se me agolparon sin que pudiera yo escapar a su vorágine: castillos en llamas, campiñas desoladas, guerras interminables, éxodos, exilio, tristeza, traiciones, rapiña y odio por todas partes; yo era aún muy pequeño pero recuerdo con claridad esos momentos tan llenos de tribulaciones y carencias. Recuerdo que unas manitas de peluche (¿serían las de mi madre?) en medio de una batalla feroz me pusieron a salvo en una canasta y me arrojaron a un río; y mientras me alejaba por la tumultuosa corriente de agua alcancé a escuchar: "Tú eres el Conde de Krasnapolsky, no lo olvides". La canasta fue arrastrada por la corriente del río hasta un lugar que yo desconocía. Con apenas unas cuantas monedas y un manuscrito en el que se me confería el título de Conde pude llegar hasta un puerto donde me embarqué hacia América. Al llegar al puerto de Veracruz un embaucador me dijo que él me llevaría hasta donde yo quisiera ir y le dije que quería ir a Krasnapolsky sin saber siquiera dónde podría quedar o si aún existiría, y el me dijo que sí que por supuesto, y en menos de que yo me diera cuenta ya me encontraba atrapado en esa horiible bolsa de plástico en la que de pueblo en pueblo el embaucador me ofrecía como premio en un juego de dardos. De tanta pena que me invadió porque pensé que nunca más recuperaría mi libertad, me quedé dormido; dormido hasta aquel Viernes Santo de 1996.
Y ese día de invierno de 2007 volví a escuchar esa voz como viento desenredándose de entre los árboles: "Tú eres el Conde de Krasnapolsky, no lo olvides". No lo olvido. Y también soy Terry.
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