¿Importa el día en que fechamos nuestros recuerdos? ¿Importa, si de cualquier manera lo que viene a nuestra memoria no son más que recortes que toman la forma que más nos gusta, o mejor dicho, que menos nos duele? Pensaba en eso cuando abordé el tren en Amsterdam para dirigirme a Berlín. Había descubierto algo que ahora de cierta manera me pesaba demasiado porque era un indicio cierto de que mi orígen estaba en otra parte. Mientras compraba el boleto y la dependienta me indicaba en inglés que el tren llegaría en unos cuantos minutos y que debía apurarme para abordarlo, pensé en los días felices, muchos por cierto, o mejor dicho: todos, que pasé en Monky con mi familia, la cual fue creciendo sin que se notara en lo más mínimo. De pronto ya vivía con nosotros Dulzón, una cebra regordeta que relinchaba todos los días a las cinco de la mañana despertándonos antes que cualquier gallo madrugador, también Tifón, un perrito de cuerda que saltaba por todas partes, y el gran escritor Maud, un oso diminuto pero encantador que era el mayor de entre todos nosotros; Maud escribía obras de teatro muy contemporáneas, con un estilo muy especial, sus personajes siempre tenían un problema que nunca se resolvía porque todos estaban pendientes de sus relojes. Su obra más famosa es una que va así: llega un señor y dice: "me da un boleto para la ciudad de México", y el boletero le contesta: "no hay, venga más tarde", y el señor al boletero: "está bien"; vuelve a las diez de la noche y pide el boleto de nuevo, y el boletero le contesta: "ya se acabaron, hasta luego". Y se va dejando al señor solo en el mostrador. Obra desgarradoramente triste. Ahora Maud escribe una novela que no tiene para cuando terminar; es la genealogía de los osos norestenses. También una tarde llegó el gato más singular que puedan imaginarse: Sinforoso; a él lo adoptaron en la Calle Main, es el siamés más lépero que existe, tiene una lista de groserías que suelta a la menor provocación, pero en el fondo es muy buen gatito, es muy honesto y muy justo, no le gusta que estemos tristes y siempre busca la manera de hacernos reír con cada ocurrencia que tiene. También vivieron en casa gatos de verdad: el Cuate y la Tirana, él birmano y ella egipcia con botitas y pechera blancas. Antes de que llegara la Tirana, el Cuate llevaba a sus novias a comer y a dormir en la sala. Cuando llegó la Tirana se hicieron novios y tuvieron descendencia, un gatito que se llamó Miztoquio, gris plateado y con pechera y botitas iguales a las de su madre; le pusieron ese nombre en honor al padre de la Tirana. Ella murió trágicamente una mañana al atravesar la calle. Después de un tiempo el Cuate y Miztoquio abandonaron la casa para siempre. Otro gato que vivió con nosotros fue Johny, también birmano, que caminaba con sus dos patas traseras como si fuera una persona, además, comía sus croquetas con su garrita derecha no sin antes remojarlas y aplastarlas hasta convertirlas en masita pacientemente en agua; cuando tuvimos que emigrar por un tiempo a la ciudad de México, Johny se quedó a vivir con los veterinarios a donde lo llevábamos a vacunar porque ellos lo querían mucho, tanto como nosotros. Papá Oso también llegó una navidad, con su elegante traje formal y su corbatita de moño, y llegó Filósofo, un oso panda que nunca se baña porque según él eso no tiene importancia, que lo que importa es el Ser. Pues bueno.
Sin pensar mucho en lo que hacía pues estaba en verdad ocupado en mis recuerdos, tomé el asiento que me asignaron y miré por la ventana cómo la nieve del invierno caía como papel picado y revoloteaba como un raudal de palomas por entre las calles de la ciudad. Y de pronto el tren se detuvo. Todos los viajeros abandonaron los vagones. Qué extraño, pensé, esto no parece Berlín. Y no parecía Berlín ¡Porque no era Berlín!
En la próxima entrega les contaré dónde estaba y lo que ahí sucedió.
Buen viaje en La Reunión, Francia
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