lunes, 7 de diciembre de 2009

Amsterdam, Parte II





Aquella mañana de diciembre de 2007, fría y húmeda, pero curiosamente límpida y animada, caminé por primera vez por las estrechas y añejas calles de Amsterdam. El otoño y sus dientes feroces no hacían mella en mí, que habiéndome bajado del tren en la estación apenas unos minutos antes, ya me sentía como si hubiera, extrañamente, vuelto a casa. Los edificios cuyas paredes denotaban el paso de siglos fabulosos llenos de una gran historia parecían verme con sus ventanas que para mí eran hermosos ojos melancólicos reconociéndome, dándome la bienvenida a esa ciudad a la que, de pronto, pelusa de nieve cubría volviéndola inesperadamente blanca, vivaz. Lo primero que hice fue encaminarme rumbo a la casa de Ana Frank, la niña aquella que junto a su familia pasó largo tiempo escondiéndose en las propias entrañas de su hogar esperando que la guerra terminara lo más pronto posible; espera que fue en vano. La guerra no terminó, pero ella, Ana, dejó su testimonio de aquellos días pesados y tristes en un diario que ahora es muy famoso. Cuando tomé la calle que debía conducirme a la casa de Ana Frank me encontré con un espectáculo de sobria y delicada arquitectura. Casas y casas iguales una enseguida de otra. Todas eran la casa de Ana Frank. Me estremecí. Comprendí que lo mejor sería dejar reposar su recuerdo y elevar una plegaria pidiendo que no se repita nunca más aquella atrocidad, aunque sé que es mucho pedirle a los seres humanos: que dejen de matarse, que dejen de oprimirse, que dejen de odiarse. Pasé de largo frente al que era el hogar de aquella mártir y  me interné entonces siguiendo los canales hacia el corazón de la ciudad, encontrándome con un sinfin de cafés, galerías, fachadas de viejos palacetes, placas conmemorativas de personajes ilustres que le dieron a Amsterdam el prestigio que afortunadamente aún conserva. Caminé por horas, hasta que me topé con ese soberbio palacio que es el Museo Rijk, que guarda los tesoros culturales y de mayor trascendencia que son la misma sangre de Amsterdam, da cuenta de sus dominios, de sus guerras, de sus triunfos y derrotas en Europa y el mundo, además de contener, de resguardar los tesoros invaluables que son el arte de Rembrant, de Vermeer, sólo por citar a dos maestros de la luz y del tiempo, del silencio y el espacio. El Museo Rijk es un túnel del tiempo que lo lleva a uno a encontrarse con un pasado que alimenta cotidianmente la época que hoy nos toca vivir; sus salas son refractarios, locutorios, magníficas celdas en las que el origen, el conocimiento, el arte se entrelazan y se fortalecen para beneficio de la humanidad. Como debe suceder en cualquier museo que se precie de serlo. Al salir de ahí mi corazón de oso de peluche estaba pleno por haber viajado en tan pocas horas a través de siglos y siglos en el pasado. Con el cansancio sobre mis espaldas por tan apabullante experiencia busqué un hostal donde reposar y el que encontré en una de las calles curvas que van a dar a la estación de trenes me llamó la atención sobre todo por su fachada como de los 70 en medio de tantos edificios antiguos. Y por su nombre: "Jimmy". Renté una habitación y me recosté, quedándome dormido al instante. Al día siguiente tocaron a mi puerta para avisarme que podía bajar a desayunar en cuanto quisiera. Tras cepillarme un poco el peluchito de mi carita y  limpiarme mis ojitos de botón bajé al piso en el que una improvisada cafetería era el sitio en el que el desayuno me esperaba: café con galletas, ¡vaya desayuno! un pedazo de queso amarillo sobre una tapa de pan negro. Y eso era todo. Lorena, una española robusta y simpática, me atendió mientras cantaba, y el administrador, un norteamericano que parecía haber salido de una revista de tiempos de la sicodelia, no dejaba de sonreír y de hacer cuentas en la caja. Y cómo fumaba. Fumaba un cigarro que despedía un aroma muy peculiar, no como el tabaco que uno acostumbra aspirar en los cafés al aire libre ni en las salas de espera; era un aroma suave que parecía poner a todos los ahí presentes, dos alemanes, un marroquí, unos franceses, de muy buen humor, hasta alegres diría yo. Lorena me preguntó si estaría algunos días más y le contesté que sí, que aún no sabía cuando dejaría el hostal. Y esa fue toda nuestra conversación esa mañana. Antes del mediodía me encontraba frente a la puerta de uno de los lugares más significativos para el mundo del arte contemporáneo: el Museo de Van Gogh. La muestra que vive en sus paredes es inconmensurable. Se encuentran ahí las obras en las que aparece el cuarto del artista y wheat field with crows, además de autorretratos y algunos de sus célebres girasoles. Cuando vi de cerca las pinceladas sobre el lienzo no pude menos que pensar que se trataba de un artista total, que intentaba desmenuzar el verdadero fondo de las imágenes que su vista capturaba. La impresión de encontrame con la obra de Van Gogh me hizo detenerme unos momentos antes de proseguir para conocer todo lo demás que respiraba en aquellos muros. Salí de ahí admirando mucho más que antes al artista de la pincelada frenética. Y cuando pensaba que ya no podía tener una emoción mayor, al encaminarme rumbo al "Jimmy" me topé de golpe con lo que, sin saberlo yo, era la auténtica razón de mi estancia en Amsterdam: El Hotel Krasnapolsky. Mi casa. (Continuará).

martes, 3 de noviembre de 2009

Pero antes...







Antes de contarles lo que descubrí en Amsterdam, y que siginificó mucho para mí pues tiene qué ver con mis orígenes, quiero compartir con ustedes que en días pasados estuve en la ciudad de Monterrey en una visita relámpago tan sólo para sentir en mi peluchito café el tenue calor que en el mes de octubre da un descanso a los regiomontanos después de pasar la época de verano con temperaturas altísimas y con largos días descapotados y luminosos pero también feroces, implacables. La ciudad de Monterrey es una de las que más me gustan; me gustan sus cerros, su horizonte, su empuje, su pasado, su presente, sus plazas, sus museos, su vitalidad, su fuerza, su carácter. El lema del escudo de la ciudad dice "El trabajo templa el espíritu", y creo que es cierto porque los regiomontanos tienen espíritus resistentes, inquebrantables. Monterrey es casi como Monclova. Casi. La Macroplaza es el corazón de la ciudad, y su Faro del Comercio un símbolo parco, austero, que delata el secreto orgullo de los regios por el lugar en el que les tocó vivir. Y el Cerro de la Silla es una estampa indeleble que hace suspirar a quien lo mira por primera vez e inflama de amor el pecho de quien se encuentra con él todos los días. Estuve un fin de semana y tomé fuerzas para continuar con mi viaje por el mundo. En la siguiente entrega les diré qué decubrí en Amsterdam.

domingo, 18 de octubre de 2009

Amsterdam, mi origen (Parte I)



Cuando abrí mis ojitos, el letrero luminoso del Hotel Champagne me dio los buenos días. Eran las 5 de la mañana y mi tren rumbo a Amsterdam partía a las 6 en punto. Acomodé todo en mi mochila de trotamundos y me encaminé hacia Gare du Nord. La Estación del Norte. Su nave central era enorme y el ir y venir de los viajeros me hizo sentir animado, pues como ellos, yo también estaba ahí para inicar un recorrido que había anhelado durante largo tiempo. Acudí a una de las tantas ventanillas para confirmar la salida del tren y el dependiente me pidió, con amabilidad, que si podía hablarle en español ya que él estudiaba mi idoma y quería practicarlo. Le dije que por supuesto e iniciamos una breve conversación en la que él me detalló los pormenores de mi partida. El tren saldría de Gare du Nord  a las 6 en punto y al mediodía ya estaría yo caminando por esas calles y entre esos edificios que han visto pasar a innumerables viajeros y han sido testigos del paso del los siglos conservando a pesar de todo su belleza y sobriedad. Mi corazón se estremeció cuando los vagones comenzaron su marcha. París poco a poco iba quedando atrás; aunque regresaría a la Ciudad Luz a celebrar las fiestas de Fin de Año, no pude dejar de sentir una tonta nostalgia por la ciudad que ahora dejaba y de la que el único recuerdo que ahora me pertenecía era el de los aparadores de Lafayette y el de una noche fría en la que restaurantes y cafés y bares se vaciaron aún antes de que la medianoche impusiera su manto. Al salir de París ya emocionado y ansioso por el hecho de que al fin conocería la tierra de Vincent van Gogh, la ciudad donde murió Rembrant, donde nació Karel Appel y donde muchos otros artistas y pensadores iniciaron su vida o donde la terminaron, no pude sino recordar estos hermosos versos de Alfonso Reyes: "cuando salí de mi casa con mi bastón y mi hato, le dije a mi corazón ¡ya llevas sol para rato!", ¡y vaya que necesitaba de ese sol que nada más sobre el cielo de Monclova puede verse brillar con tanta vitalidad! y es que el invierno europeo, que apenas comenzaba, era tan gélido y envolvente que parecía que fuera a durar miles de años. La primera luz del amanecer le dio al cielo una expresión de cara lavada, como si fuera el rostro de una hada descubriéndome en ese vagón y sonriéndome y alentándome a continuar. Yo también le sonreí y le mande besos a través del cristal de la ventanilla por la que la luz se filtraba con sequedad. Pero no me importó. Estaba ya cerca de Amsterdam y eso era en lo único que pensaba. Finalmente el tren se detuvo. Muy pronto mi vida daría un vuelco total. Mi destino cambiaría por completo. Era en Amsterdam donde estaba la clave de toda mi existencia.

jueves, 8 de octubre de 2009

Primera noche en París











Cuando abordé el avión en el aeropuerto de la Ciudad de México nunca pensé que me encontraría en la fila con una persona tan fina como el arquitecto Jorge Bribiesca, Director del Museo Biblioteca Pape de Monclova Coahuila, grandiosa y entrañable ciudad en la que nací. Amable como siempre lo ha sido me dio algunos tips para sobrellevar el largo vuelo de más de siete horas con destino a París Francia. El vuelo fue en general muy tranquilo, salvo por una turbulencia que en medio de la noche sobre el Atlántico hizo que el avión se sacudiera haciendo tintinear las copas y botellas que en los carritos de las azafatas parecían adornos de navidad por su colorido y tamaño diverso. En la pantalla dispuesta para que los pasajeros vieran las películas o programas de televisión que desearan, también se podía seguir la trayectoria de la aeronave en un mapa que indicaba cómo cada vez más el vuelo se acercaba al viejo continente. De pronto ahí estaba: el aeropuerto Charles de Gaulle. Cuando los neumáticos del hermoso pájaro de acero de Air France se posaron sobre la pista pensé en cuánto arte y conocimiento había regalado Francia al mundo. Ya en el tren urbano que nos llevaría al centro de la ciudad, el arquitecto Bribiesca me indicó que llegaríamos a Gar du Nord en cualquier momento y que a partir de que me bajara en la estación, podría comenzar mi aventura en Europa seguro de que sería inolvidable. Al arribar a Gar du Nord nos despedimos. Él iría a Turquía, yo a recorrer Europa. La noche era hermosa y fría. La ciudad estaba ahí y muy cerca brillaban las cúpulas y torres de muchos templos, de muchos credos. Lo primero que hice, antes que nada, fue dar un largo recorrido por Lafayette, famosísima avenida donde las tiendas del  mismo nombre presumían sus aparadores con recreaciones muy fashionistas y muy conceptuales, contemporáneas y divertidas. Pero sólo tenía unas pocas horas, eran cerca de las once de la noche, y temprano al día siguiente, a las seis de la mañana, partiría a Amsterdam, por lo que decidí buscar un hotel discreto donde reponerme un poco del largo viaje. Encontré uno al lado de Gar du Nord, el Hotel Champagne. Pagué 40 euros, y como buen osito que soy, me dormí tan pronto como me arrellané en la cama. Justo en la ventana, el letrero luminoso del nombre del hotel prendía y apagaba, y para mí, ese resplandor intermitente era el pequeño regalo de bienvenida que sabía me daba, con todo su corazón, La Ciudad Luz.

lunes, 5 de octubre de 2009

Una tarde en Niza



Aquella mañana abordé en Roma el tren que debería llevarme a París, pero por un paro de labores que trabajadores ferroviarios impusieron en los límites de Francia e Italia, los pasajeros fuimos obligados a bajar en Ventimiglia. Había entonces que viajar de ese sitio a Niza para conectar una salida que nos llevara a la Ciudad Luz. Fue así que conocí a un chico de nombre Manuel que viajaba con su madre; juntos fuimos a preguntar a la estación de trenes de Niza por salidas a la capital francesa, y se nos dijo que había por la tarde despues de las 5. Entonces Manuel, qua había vivido en Niza cuatro o cinco años atrás se ofreció para darme un paseo por los sitios más representativos de ese paraíso francés. Visitamos un mercado, los cafés cerca de la playa por donde se encuentra el monumento a los norteamericanos que defendieron la ciudad en la Segunda Guerra Mundial, las ruinas griegas en un monte desde el que se mira el mediteráneo en toda su belleza, y la iglesia ortodoxa que el Zar de Rusia mandó construir junto al mausoleo donde reposan los restos de su hermano menor. En un puesto de periódicos vi en la primera plana de casi todos los que ahí vendían la noticia de la muerte de Benazir Butto. La playa es hermosa. Esa tarde hacía frío y el mediterráneo parecía como una tela de celofán azul.

domingo, 27 de septiembre de 2009

Binevenidos a mi blog!


Hola a todos, me llamo Terry y soy el Conde de Krasnapolsky. En este diario compartiré con ustedes mis pensamientos, mis aventuras por el mundo y les platicaré de mis amigos que son muchos y muy peculiares, tanto como yo. Espero que también ustedes compartan conmigo las cosas que más les gusten!
En esta foto hago una guardia de honor en la tumba de uno de los más grandes poetas que hayan pisado este mundo: Oscar Wilde. Sus restos descansan en el afamado cementerio de Père Lachaise, en París.